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RESEÑA: Unos accidentados The Strokes y la jerarquía de Duran Duran cerraron Lollapalooza Chile 2017

  • Guido Rojas
  • 6 abr 2017
  • 6 Min. de lectura

El festival de Perry Farrell nuevamente triunfó en el Parque O’Higgins clausurando una séptima edición que congregó a 160 mil fanáticos de la música.

Cuesta pensar que hace 8 años no teníamos Lollapalooza en Chile. Apenas teníamos festivales de esa magnitud. Hay que reconocer el trabajo que hizo la primera edición de Maquinaria en el 2010 para sentar las bases de estos encuentros internacionales de música, pero fue Perry Farrel y su legendaria marca la que transformó a Santiago en una capital repleta de grandes eventos como este. Sin embargo, sigue habiendo algo especial en Lollapalooza. Por séptima vez consecutiva, el festival que encontró su hogar en el Parque O’Higgins brindó una experiencia inolvidable para todos aquellos que soñábamos con tener algo así en esta ciudad.

Después de un sábado marcado por el rock y la aplanadora multitudinaria que fue el show de Metallica, el segundo día de Lollapalooza Chile 2017 fue aún más ecléctico, pero no por eso menos satisfactorio. Con el sol pegando con mucha más fuerza en esta ocasión (se extrañaron las nubes del sábado), aun así los fanáticos empezaron a llenar el parque capitalino desde temprano, permitiendo que bandas nacionales como We Are The Grand confirmara su ascenso meteórico dentro del rock chileno y que actos históricos como Gondwana tocaran frente a un público generoso que bailaba como si el calor no importara.

Los actos internacionales se lucieron desde temprano también. Relegadas al escenario alternativo en donde tocaron frente a un pequeño pero extremadamente prendido público, las canadienses Tegan & Sara dieron probablemente una de las presentaciones más subvaloradas del fin de semana, destilando carisma, humor y un pop sintetizado y pegajoso que se ancla bajo las impresionantes armonías que son capaces de coordinar las gemelas.

Después de que Alex Anwandter dejara una vez más en claro que es una de las estrellas más consistentes de la música chilena con un show cargado de poderosas declaraciones políticas, los galeses Catfish & The Bottlemen tomaron uno de los escenarios principales para sacar la cara por el rock. Lamentablemente, el joven grupo y sus dos discos bajo el brazo todavía parecen estar craneando una identidad propia, con canciones de guitarras potentes pero genéricas que probablemente se olvidaron apenas Jimmy Eat World iniciaba su set.

Hablando de ellos, la primera ocasión de la influyente agrupación emo liderada por Jim Adkins no decepcionó a aquellos que los esperaban desde Bleed American (2001) o incluso antes. Adkins es un compositor excepcional de himnos de devastación emocional y coros melódicos irresistibles, lo que lo hace entablar una conexión fácil con el público, incluso con aquellos curiosos que no están más familiarizados con sus canciones que con ese éxito inolvidable que es The Middle, que actuó como cierre de su impecable show.

Ahora, todo lo que vino antes palideció inevitablemente ante la llegada de un plato fuerte que dejó en claro su vigencia y soberanía gracias a una trayectoria mucho más grande que la mayoría de las bandas que tocaron el fin de semana. Pese a que el sol seguía golpeando al Parque O’Higgins con fuerza, Duran Duran transformó la zona de los estacionamientos en una fiesta desatada como si aún viviésemos en 1982. Las cuerdas vocales de Simon LeBon no parecen haber envejecido ningún segundo desde los días de Rio, su obra maestra, y su carisma innato ejerció un nivel de control de masas que pocos otros actos son capaces de invocar, incluso tan avanzados en sus carreras. Un desfile de hits de ayer y hoy (Save A Prayer fue uno de los karaokes más grandes de esta edición de Lollapalooza, pero temas nuevos como Pressure Off se sostuvieron de forma notable) fueron la antesala ideal para la noche que caía y daba paso a las últimas horas del festival.

Two Door Cinema Club pasó de forma correcta pero sin pena ni gloria en un horario extraño para una banda que no es particularmente masiva (cualquier show se habría visto pequeño después de Duran Duran) pero dieron paso a uno de los espectáculos más esperados por los asistentes del domingo. The Weeknd era la gran apuesta de Lollapalooza este año, una estrella pop internacional, aunque una que recién alcanzó la fama hace 2 años después de 4 discos poco conocidos. De todas maneras, Abel Tesfaye no tuvo problemas para conquistar a una audiencia devota que vitoreó sus hits con emoción y se vio rendida ante su sedosa e imponente voz, capaz de contorsionarse como ningún cantante sabe hacerlo hoy en día. Acompañado de una banda sólida e impresionantes efectos visuales, el canadiense se paseó principalmente por las canciones que lo pusieron en el mapa, incluyendo algunos guiños para sus fanáticos más antiguos. El Parque O’Higgins saltó y bailó con locura en las canciones más conocidas (sigue siendo divertido, probablemente para él mismo, que jóvenes y niños coreen por igual cada palabra de Can’t Feel My Face, una canción sobre estar literalmente ahogándote en montañas de cocaína) y consolidó a The Weeknd como el rey del R&B moderno.

Sin embargo, el plato fuerte no era el señor Tesfaye, sino que un quinteto de Nueva York que no visitaba Chile desde el 2005 y que desde entonces era esperado con ansias por sus fanáticos. Mucho ha cambiado desde esa vez que The Strokes dio su primer show en nuestro país en el estadio Víctor Jara. Por ese entonces seguían siendo considerados como ‘salvadores del rock’ por una prensa que les puso una presión injusta encima y que después los rechazó en sus momentos más difíciles. Sin embargo, la verdad es que el grupo de Julian Casablancas sigue siendo uno de los mejores y más exitosos ejemplos de la música de guitarras en el siglo XXI.

De todos modos, el comienzo fue tenso. Trayendo recuerdos horrorosos de esa polémica presentación de Casablancas en modo solista el 2014, en donde el tipo dio un show intencionalmente antagónico que parecía diseñado para enfurecer a sus fans, The Strokes pisó el escenario de Lollapalooza con un incidente que podría haber arruinado el momento completo. Mientras sonaban los acordes de la apertura con The Modern Age, uno seguía esperando a que el vocalista comenzara a cantar. Desde lejos parecía que se acercaba al micrófono, pero no quedaba claro si estaba abriendo la boca o estaba dejando que Albert Hammond Jr y el resto de la tropa hicieran una extendida introducción. El horror cayó en los presentes cuando se dieron cuenta que el micrófono de Casablancas no funcionaba pero la banda no parecía percatarse, despachando el tema entero sin que la voz sonara en ninguna ocasión.

Comenzaron los primeros acordes de Soma y el público intentaba desesperado hacer señas al grupo para que se percataran del problema, lo que finalmente los hizo detenerse en seco y atender la situación. Casablancas estuvo probando micrófonos por un buen momento, mientras la tensión crecía en la caldera que se vivía dentro del masivo público que deseaba con todas sus fuerzas ver un show digno de The Strokes, hasta que por fin logró que sus cuerdas vocales se proyectaran por los parlantes.

Inicios así no son fáciles de superar. La banda reinició el concierto de lleno, tocando The Modern Age nuevamente ahora con Casablancas al frente como debe ser, pero el sonido seguía siendo algo extraño. El bajo de Nikolai Fraiture se perdía y el pobre Hammond Jr tocaba una guitarra que a ratos sonaba inexistente, mientras que su compañero en las 6 cuerdas, Nick Valensi, parecía ser sobrecompensado con un volumen aplanador. Pareció por algún momento, en temas como 12:51 y la nueva Drag Queen, que el tropezón del comienzo daría pie a un show tibio que dejaría a los presentes con gusto a poco.

Sin embargo, quién sabe por qué, la cosa repuntó de forma increíble. A partir de Reptilia, The Strokes adquirió ese sonido voluminoso, encantadoramente desprolijo y afilado que los convirtió en favoritos del rock hace más de 15 años, y desde entonces los neoyorkinos sonaron como un verdadero cañón. El mismo público pareció darse cuenta, revitalizándose en el mismo segundo que la banda y saltando y cantando como si no hubiesen vivido dos días eternos de música.

The Strokes nunca ha sido la banda con más interacción con el público (ni entre ellos mismos) ni Casablancas el frontman más carismático, pero el tipo hizo sus intentos de conectar con la gente a través de algunos balbuceos inentendibles y otros chistes realmente inspirados (su comentario sobre lo fascinado que estaba con la existencia de Fantasilandia fue hilarante y dulce al mismo tiempo). Finalmente, lo importante son las canciones y The Strokes tiene de sobra: Su debut Is This It (2001) fue tocado casi en su totalidad, mientras que otras composiciones brillantes como Heart In A Cage y You Only Live Once desataron euforia en los presentes pasada la hora de cierre pactada a las 23:30.

Con Take It Or Leave It (a mi juicio, la mejor canción que hayan escrito) cerrando junto a fuegos artificiales, The Strokes abandonó el escenario con modestos saludos pero dejando sonrisas irreparables en un público que por algún segundo temió lo peor pero fue recompensado con un reencuentro accidentado pero exitoso. Algunos incluso recordamos por qué el grupo marcó a toda una generación hace no tanto tiempo.

Finalmente eso es Lollapalooza: Una experiencia musical con algo para todos, con puntos altos y bajos, con momentos que te dejan satisfecho a más no poder y otros con gusto a poco, pero al final es imposible no irse con una maldita sonrisa en la cara por la avalancha de momentos que acabas de vivir. En su séptima edición, Perry Farrell, Lotus y compañía nos entregaron otro fin de semana de sentimientos y postales inolvidables. Con la octava versión ya confirmada, estamos contando los días.


 
 
 

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Guido Rojas

Estudiante de Periodismo UCN

“Tu mejor amigo y mi peor enemigo son uno mismo”

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